HUMILLACIÓN

El siete recibió de espaldas, lo encaró, le hizo un caño, entró en el área y, con un toque suave a su izquierda, dejó el balón a uno de sus compañeros, que venía embalado y fusiló a placer. Cuatro a cero. El chaval puso los brazos en jarras y cerró los ojos para no ver cómo el cielo se le desplomaba encima. Luego dirigió la mirada hacia el sitio que ocupaba su padre, de pie entre otros padres que se consolaban con que esta vez el roto se lo hubiese hecho la figura al hijo de otro. Su padre tampoco quería ver y se tapaba el rostro con ambas manos. El chaval supo que era por vergüenza. Se sintió mal.

Y todavía le quedaba más, porque el siete se movía principalmente por su zona, con esa superioridad casi divina que sólo se aprecia en los partidos de chavales.

Llovía cuando salió del vestuario. El cachondeo con los compañeros ya casi le había hecho olvidar el resultado y su papel de comparsa en la escenificación de la gloria del siete, pero, cuando advirtió que su padre no lo estaba esperando con el paraguas, todo regresó de golpe. Caminó solo hacia el coche. Entró y no escuchó ninguna palabra de saludo. Su padre daba las últimas chupadas a un cigarrillo antes de arrancar.

-¿Qué querías?, ¿que le rompiese una pierna?

Esperó unos segundos antes de escuchar la contestación:

-¡Sí, sí, joder!… Tenías que haberle roto una pierna al cabrón antes que soportar esa humillación.

El chaval se había sentido superado por el siete, desbordado, pero no había pensado en la humillación. Buscó los ojos de su padre. Parecía que sabía de qué estaba hablando. Parecía que él sí sabía lo que era la humillación.